ZAPATERO LA PROXIMA NO VOTARE

Después de "predecir" lo que todos sabíamos, después de que a estos "todos" solo nos apetecía escribir de ZP y su circulo, Pagin, Pepiño, Miguel, la de la gripe etc. Yo se lo dejo a Joaquín Leguina que seguro lo hace mejor, y he optado por la seriedad de José Mari, y así, no escribir nada. ¿Para que?. Solo se me ocurren burradas.



LA IZQUIERDA DIFUMINADA de José María Zufiaur
Pocas han sido, finalmente, las novedades que nos han deparado las elecciones al Parlamento Europeo (PE). Como se esperaba, han ganado los conservadores; en varios países (Reino Unido, Finlandia, Holanda, Hungría) la ultraderecha más nacionalista, xenófoba y eurofóbica ha alcanzado porcentajes superiores al 15%; los socialdemócratas han visto reducir globalmente su número de escaños (aunque hayan subido en porcentaje electoral en Grecia, Eslovaquia, República Checa e Irlanda) y, en los grandes países, sobre todo en Inglaterra y en Francia, han sufrido descensos importantes. Las formaciones de la izquierda más radical tampoco han ganado, en su conjunto, posiciones. La mayor sorpresa la ha deparado el ascenso de los verdes, especialmente en Francia; y, en menor medida, el auge de nuevas formaciones, como la Italia de los Valores, del juez Di Pietro, o la formación política de Rosa Díez, UPyD, en España.
Estas elecciones han estado marcadas, sin embargo, por dos (aparentes) paradojas. Por un lado, la abstención ha rozado el 57% mientras que las encuestas indican que las opiniones públicas en la mayoría de los Estados miembros siguen siendo pro europeas. Por otro, al tiempo que la crisis económica está poniendo de nuevo en valor las tesis tradicionales de la socialdemocracia y la intervención de los Estados en la actividad económica (nacionalización de bancos y de empresas, como General Motors, inversiones públicas para activar la demanda y el consumo con el consiguiente incremento de los déficit públicos, aumento de impuestos), son las formaciones socialdemócratas y socialistas las más castigadas por las urnas. El incremento de la abstención es una tendencia continuada a partir de las primeras elecciones directas al PE, en 1979. A pesar de la crisis, del incremento de competencias del PE, de los desafíos de futuro que tiene planteados la Unión Europea. La inmensa mayoría de los gobiernos de la UE (21 de 27) son conservadores y cabía suponer que la posibilidad de infligir “votos de castigo” a los gobiernos nacionales, algo típico en este tipo de elecciones, podría haber movilizado al electorado de izquierdas en algunos de esos países.
A pesar de todo ello la abstención ha seguido creciendo. Y, especialmente en esta ocasión, la de los electores de izquierda. Seguramente este comportamiento no es, en realidad, tan paradójico. La mayoría de los ciudadanos son europeístas pero no encuentran suficientes elementos simbólicos, ideológicos y políticos que les hagan sentirse implicados. De hecho, tienen más tendencia a participar en estas elecciones los ciudadanos ultranacionalistas que están contra la “intromisión” europea en las esencias y decisiones nacionales. También se moviliza mucho más a los ciudadanos cuando - como ha sucedido con los referendos sobre los Tratados - consideran que el debate europeo les afecta y entienden que sí pueden realmente influir en la decisión que está en juego. Pero habitualmente su participación es decreciente porque la Unión Europea sigue sin concretar el “salto político” que lleva prometiendo treinta años.
En el terreno simbólico, parece imposible vivir un sentimiento de pertenencia común cuando no hay acuerdo sobre lo que define a Europa. Tampoco existe un espacio público europeo ni listas europeas de los partidos políticos; en propiedad tampoco cabe hablar de partidos políticos europeos, ni es de entre los europarlamentarios elegidos de donde surgen los Comisarios (ministros) de la Comisión Europea. No son tampoco, todavía, los parlamentarios europeos quienes eligen al Presidente de la Comisión. E incluso cuando se introducen en los Programas de las corrientes políticas europeas medidas concretas (como ha sucedido, en esta ocasión, en el programa electoral de los socialistas europeos) estas no logran penetrar en los debates nacionales. Para acentuar aún más esta falta de contornos precisos de la identidad europea, el proyecto de Tratado de Lisboa, en proceso de ratificación, ha renunciado al término de “constitución” y, más simbólicamente, a la bandera de la Unión, a su himno, a su divisa “unida en la diversidad”, a su fiesta del 9 de mayo y hasta ha desaparecido la afirmación oficial de que el euro es la moneda de la Unión.
En el terreno político, en lugar de articular una respuesta única y coordinada frente a la crisis, lo que impera en la UE son las respuestas estatales, el soporte público a las industrias nacionales, los llamamientos a conservar en cada territorio las inversiones y las empresas, las devaluaciones monetarias competitivas en los países que no forman parte del euro, las invocaciones a comprar nacional o a dar prioridad a los empleos nacionales. Al tiempo que se denosta el proteccionismo, en la práctica, se pone el mercado único en cuestión. Hasta el punto de que el peligro de resquebrajar el mercado único será uno de los primeros a los que habrán de enfrentarse los parlamentarios recién elegidos.
Lo más grave es que estas tendencias renacionalizadoras no son únicamente coyunturales ni tienen su origen en esta crisis: encuentran su caldo de cultivo en una concepción del mercado único cada vez más estrecha y unidimensional, como espacio de competición económica, de concurrencia fiscal y de nivelación hacia abajo de las normas sociales. Los ciudadanos europeos echan en falta, así mismo, una Europa que pese realmente en el mundo. Europa sigue hablando con varias voces en los foros internacionales y la incapacidad de la UE para actuar colectivamente le hace dependiente ya sea de Estados Unidos, en temas de defensa, en sus relaciones con Rusia, en cuanto a la energía, ya sea cada vez más de China para las importaciones industriales. En el campo ideológico, las dos “almas europeas” – la de la Europa/mercado y la de la Europa/política, la concepción librecambista y la concepción federalista – han sido, a lo largo de la historia europea, capaces de alcanzar compromisos. Pero desde hace más de una década el impulso federalista se ha desinflado y paulatinamente la UE se hace cada vez más intergubernamental y más liberal. Como consecuencia de ello, para muchos ciudadanos las orientaciones y decisiones que emanan de la Unión representan más una amenaza que una esperanza.
Todo ello explica que las elecciones europeas hayan ido desembocando en una especie de macro-encuestas nacionales sin apenas incidencia en las políticas europeas. Los eurodiputados de las formaciones de izquierda y progresistas recién elegidos van a tener que afrontar en los próximos cinco años grandes desafíos.
El primero de ellos es lograr una coalición capaz de hacer frente a la derecha en la Comisión, con la previsible presidencia de Barroso. Sólo faltaría que la del Consejo Europeo la ocupara Blair, el segundo de la foto de las Azores. Tampoco es de descartar, aunque sea más improbable, que también la del PE recaiga en un conservador. Pero, sobre todo, y sin dejar de responder a las cuestiones “menores” como la estandarización de los cargadores de móviles, el etiquetado de los productos alimenticios, la composición del vino rosado o, de nuevo, la directiva de tiempo de trabajo…. sus señorías tendrán que afrontar el desafío mayor de la profundización política de la UE.
La segunda paradoja es así mismo bastante explicable. De entrada, porque la respuesta que están dando los gobiernos europeos (la mayoría conservadores, como ya hemos señalado) y, por supuesto, el gobierno estadounidense está dentro de la ortodoxia keynesiana y socialdemócrata. Se apropian de las soluciones que forman parte del corpus doctrinal de la izquierda y se benefician de los amortiguadores sociales montados por la izquierda, pero sin la izquierda o contra la izquierda. Segundo, porque todos los gobiernos están planteando respuestas bastante parecidas.Lo que nos lleva a la tercera razón: la socialdemocracia no ha sabido diferenciarse con una alternativa propia, que respondiera sobre todo a los problemas vinculados a la desigualdad y a los riesgos que afectan en esta crisis a la mayoría de los ciudadanos. Ello tanto por insuficiencia de masa crítica ideológico-estratégica como por falta de coherencia entre sus distintos componentes.Cuarto, y fundamentalmente, debido a que el discurso y las políticas socialdemócratas se han ido convirtiendo en demasiado borrosas, desdibujadas y acomplejadas respecto al núcleo central de la ofensiva neoliberal que nos asola desde hace más de 30 años, y que ponen en cuestión el modelo de sociedad basado en el derecho del trabajo y la protección social. Con fórmulas algo más suaves, es cierto, ha seguido la senda de las reformas laborales, de las privatizaciones de sectores industriales, de los recortes y privatizaciones, parciales o totales, de los sistemas públicos de pensiones, de salud, de enseñanza, de la reducción de los impuestos directos y el aumento de los indirectos. Incluso en el ámbito del lenguaje la izquierda de gobierno se ha desarmado. Por ejemplo, las reformas, ahora llamadas modernizaciones, ya no significan progreso, como cuando eran una bandera de la izquierda: ahora significan, casi siempre, contra-reformas, vueltas atrás sobre las conquistas realizadas. Y no es una cuestión de detalle, sino de fondo.
Todo ello ha repercutido en la pérdida de credibilidad, en general, de esa izquierda de gobierno. De hecho, la derecha no gana porque pasen a votarle sectores de izquierda: gana por la abstención de los votantes de izquierda.
En fin, porque la izquierda de la izquierda, la izquierda más radical, es incapaz de formular un modelo de sociedad ya que, como señala Edgar Morin “el izquierdismo sufre actualmente de un revolucionarismo sin revolución”. Y, por tanto, no es capaz de recoger el desencanto que se extiende entre el electorado de los partidos mayoritarios de la izquierda. Parece evidente y urgente la necesidad de que la izquierda en general y el socialismo/socialdemocracia en particular dediquen un esfuerzo más intenso a analizar los cambios que se han producido en el capitalismo y los nuevos y viejos riesgos a los que están sometidos los ciudadanos, especialmente los trabajadores.
Este análisis debería llevarles a articular, a corto plazo, respuestas diferenciadas frente a la crisis y, a largo plazo, una nueva regulación del capitalismo y las bases de una nueva ciudadanía social. La crisis está sacando a la palestra conceptos impensables hace apenas un año: “nacionalizar”, “limitar las remuneraciones de los gestores empresariales”, “planes masivos de inversión pública”, “aumento de impuestos”. Es la ocasión para que las fuerzas de izquierda y progresistas impulsen un nuevo modelo de desarrollo económico, social y medioambiental. Es cierto que, desgraciadamente, cabe preguntarse si están preparadas para ello, pero no cabe duda de que se ha abierto una oportunidad para hacerlo.

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